domingo, 10 de noviembre de 2013

En México, la insatisfacción con la democracia tiene distintos orígenes, y sin embargo, uno se coloca como principal: el régimen de la pluralidad ha sido ineficaz a la hora de acortar las desigualdades y confrontar los privilegios. Un segmento amplio de mexicanas y mexicanos se percibe tratado injustamente y con asimetría por la autoridad, la ley y las demás personas. No importa el campo de interacción social que se aborde la educación, la salud, la justicia, el mundo del trabajo, la libertad, una y otra vez nos topamos con un cierre social construido explícitamente para asegurar la exclusión.
Se asume que nuestra principal desigualdad es económica y que para medirla basta con observar las diferencias siderales que hay en el ingreso cuando el 20% más rico de la población se queda con cerca de 53% de la riqueza nacional, y la mitad de los habitantes vive en pobreza, el tema de la inequidad en el salario no puede ser menospreciado.
Sin embargo, la asimetría en el ingreso no es la única relevante. Actúa junto con ella su hermana siamesa: la desigualdad de trato. Desde el resorte cultural y también desde las instituciones, se fabrican estigmas, marcadores y prejuicios sociales, disponibles para que grupos abultados de personas sean apartados de los derechos las libertades y los bienes obtenidos por el esfuerzo común.
La desigualdad de trato y la discriminación son sinónimos: se está frente a actos discriminatorios cuando los mejores empleos del país excluyen a las mujeres y los jóvenes; cuando cuatro de cada 10 indígenas mexicanos no tienen acceso al sistema de salud; cuando 9.9 de cada 10 trabajadoras del hogar no cuentan con ninguna prestación formal; cuando 7 millones de personas no poseen acta de nacimiento: cuando ocho de cada 10 habitantes no tienen acceso al sistema bancario convencional; cuando la desnutrición prevalece en las comunidades menores a 5 mil habitantes; cuando siete de cada 10 estudiantes de 15 años están reprobados en matemáticas, escritura y ciencias; cuando las cárceles están pobladas por jóvenes de entre 18 y 30 años, de es casos recursos y bajos niveles de educación; cuando la concentración de los medios electrónicos de comunicación hace que sólo unos pocos puedan expresarse con libertad.



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